Lectura del santo evangelio según san Marcos (9,2-13)
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía qué decir, pues estaban asustados.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:
«Este es mi Hijo amado; escuchadlo».
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.
Esto se les quedó grabado, y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Le preguntaron:
«¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?».
Les contestó él:
«Elías vendrá primero y lo renovará todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido, y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito. acerca de él».
Audio del evangelio
Reflexión del Evangelio de hoy
Si hay uno que no falte en el hablar es un hombre perfecto
La primera lectura que nos presenta el apóstol Santiago condensa una profunda realidad humana; con ella pretende advertirnos de nuestra forma de actuar y hablar, porque esa actitud es reflejo de nuestra forma de amar. El crecimiento y la maduración como discípulos de Jesús lleva de alguna manera al cultivo de uno mismo, al dominio de sí.
Santiago se vale de una serie de imágenes para que quede claro su mensaje: el bocado que se le pone a un caballo para que pase de un estado salvaje a un estado en el que muestre su mejor destreza y potencial para la doma clásica; el barco que guiado por un pequeño timón resiste las potentes olas del inmenso mar de la vida. Bocado o timón pueden parecer algo rígido, pero pretenden ser reflejo del dominio de uno mismo, y repiten la misma referencia que Dios dio al pueblo elegido antes de entrar en la tierra prometida: “ante ti pongo el bien y la vida, el mal o la muerte … elige” (Dt 30, 15.19).
La imprudencia o los descuidos son como una pequeña chispa que prende un cañaveral hasta reducirlo a simples cenizas. Y lo que era un ecosistema vital se ve reducido a muerte. Con la lengua animada de la calumnia, las palabras hirientes, o mortíferas se llega a destruir las relaciones fraternas. Nuestra actitud como cristianos no puede ser como lo que denuncia el salmo 62: «con la boca bendicen, con el corazón maldicen», porque la sabiduría bíblica sabe que el hecho de arremeter contra alguien es como empujar contra una tapia ruinosa que acaba en el suelo. Sin embargo, Jesús expresa en su infinito amor que cada vez que se lo hicimos a uno de esos pequeños, que son su imagen, se lo hicimos al mismo Cristo (Mt 25, 40).
Este es mi Hijo Amado: Escuchadlo
El Evangelio nos sitúa en un contexto un tanto particular, en la altura de una montaña. Es el espacio de la cercanía e intimidad con Dios, y en su cima se acorta la distancia entre lo humano y lo divino. Allí se fomenta la relación interpersonal con Dios, pues -según la imagen clásica- al estar más cerca del cielo se puede dialogar con el Hacedor sin dificultad y la súplica es escuchada. Aparece también al inicio un verbo que nos habla precisamente de la intimidad que precisa el discípulo para llenarse de la enseñanza del Maestro: «llevó consigo». A los que pertenecen a su grupo, Jesús «los lleva consigo».
El Maestro se transfigura ante sus discípulos. El escenario se llena de luz, que en definitiva viene a apuntar la misión del mismo Cristo: su pasión, muerte y resurrección. Y en esa misión estamos incorporados todos los discípulos, todos los bautizados. Entrar a formar parte de la luz de la resurrección, y la misión de ser luz en medio de un mundo alcanzado por las heridas de tantas tinieblas es la tarea de los que siguen a Jesús.
La voz del Padre nos marca el camino de entrada en la luz de la resurrección. Solo pasaremos allí si somos capaces de escuchar a su Hijo Jesucristo. Su vida, acciones, gestos, miradas de ternura, su capacidad de sentir compasión, etc, son las ráfagas de luz que nos ha dejado el Nazareno, con las que ha ido sanando las heridas del mundo. La luz que vino a los suyos y los suyos no fueron capaces de percibir (Cf. Jn 1, 11). La luz que nos habla de un amor entregado hasta el final, de pan partido y sangre derramada que se hace ofrenda transfigurada por su amor.
Fray Juan Manuel Martínez Corral O.P.
Convento de Santo Tomás (Sevilla)